La luna tiene un halo que creo percibir cuando la observo.
Hay infinidad de estrellas a su alrededor, pero ella está ahí, grande y solitaria. Más o menos visible, pero sin más compañía que la de los soñadores o de los que aún llevan los ojos entrecerrados, fustigados por el propio sueño. Que, a veces, además, coinciden y son la misma persona.
Pues sí, la luna tiene un halo, pero de sobra sé que no puedo preguntarle cómo consigue brillar tanto a pesar de su soledad. Permanece impasible por mucho que todo lo que la rodea cambie. Y llena cada rincón y cada alma sin que nadie pueda cuestionarle. No se acuerdan de ella, pero nadie puede olvidarla. E incluso puede que no sea la mejor compañía. Sin embargo, al final, es inevitable alzar la cabeza y verla ahí, esperando ese momento y sonriendo para sí. Regocijándose porque el tiempo es algo que no parece afectarle. Y puede esperar, porque sabe que siempre alzaremos la cabeza buscándola.
¡Qué gracia le hará, pues al final, siempre terminamos acudiendo a ella cuando la necesitamos!
La luna tiene un halo. Mágico. Y misterioso. Por eso me gusta pensar que la comprendo. Y a veces creo que me guiña un ojo. Y me guía en mi búsqueda.