martes, 2 de noviembre de 2010

Virus (1ª parte: Otoño)

Lo que empezó siendo un pequeño catarro en un bloque de viviendas de la periferia terminó de una manera terrible. Nunca antes se había vivido un caos como aquel y, probablemente, jamás volvería a suceder nada parecido.

Aquel año, las estaciones se habían ido sucediendo con precisión milimétrica. Todo apuntaba a que, al igual que las anteriores, el otoño aparecería sin ninguna novedad, a su hora, calmando el agradable calor del verano que había acompañado a las últimas semanas. Por tanto, no había indicio alguno que hiciera pensar que, como por arte de magia, llegaran unos días tan fríos. Estas cosas suelen pillar a la gente con la guardia baja, de eso no cabe duda, pero quizás ese año se hubieran confiado demasiado. Los niños todavía jugaban en la calle en pantalón corto y camiseta, los mayores iban a trabajar en manga corta y ropa fresca, sin nada que abrigase más que para una ligera brisa. Era como si tuvieran sus cerebros programados y no se dieran cuenta, puesto que el frío no llegó de repente, sino que fue metiéndose por cada recoveco como si alguien metiera arena en una botella llena de piedras.

El bloque de pisos tenía un patio donde por las tardes se reunían todos los críos para jugar y las señoras que vigilaban a los más pequeños. Cada cual buscaba la mejor manera para pasar el rato y divertirse: los chavales improvisaban porterías con sus mochilas y canastas con las papeleras, las niñas sacaban las cuerdas que no paraban de girar en todo el día, y todos corrían y saltaban, ajenos al cambio.
Las ancianas sí que parecían haberlo percibido, pero ¿quién le hace caso a unas sobreprotectoras cascarrabias?

- ¡Ponte el “jarsé” que me vas a coger frío y ya verás luego tu madre cómo se pone! – Predicaban.

Al principio sólo había un crío que presentara los síntomas, unos estornudos inocentes tras el baño anterior a la cena, pero sin nada más que pudiera preocupar a sus padres. Al día siguiente se presentó como cualquier otro en el colegio. El virus aprovechó la mejor ocasión que tuvo, así que a lo largo de aquella fatídica mañana se dedicó a deambular entre sus compañeros, entre sus profesores y entre todo el mundo por igual. Quien más y quien menos, al anochecer ya mostraba los síntomas: mocos por doquier, estornudos, tos que no consigue espectorar… y la fiebre. Aquella noche no hubiera hecho falta la calefacción, porque la temperatura media del barrio no bajaba de treinta y nueve grados. Y no precisamente la ambiental.

Al día siguiente, las salas del ambulatorio estaban repletas. Los médicos no daban abasto y estaban por completo desbordados, de ahí que tuvieran que pedir refuerzos a otros dos centros más, para que les enviaran personal que les ayudara.

Este hecho propició que el virus se fuera de viaje hasta otro par de barrios gracias a los médicos, lo que originó una reacción en cadena y pronto se apoderó de toda la ciudad. Además, el frío que había llegado casi de puntillas campaba ahora a sus anchas y las temperaturas no paraban de bajar.

Lo peor de todo llegó cuando se produjeron los primeros accidentes. Según pasaban los días y las temperaturas continuaban cayendo en picado, comenzaban a aparecer enormes placas de hielo por todas partes. La calle era por completo impracticable y salir, siquiera a por medicamentos o por comida, se convertía en toda una arriesgada aventura. Hubo caídas fatales, congelamientos, atropellos, choques… todo un caos para el que nadie estaba preparado. Se puede suponer que aquello fue la gota que colmó el vaso.

Ante esta imagen, viendo que la situación se le iba de las manos a todo el mundo y que el pronóstico que daban los entendidos era muy poco optimista, comenzaron a aparecer posibles soluciones. Al principio eran pequeñas opciones que daban los expertos locales, pero se fue comprobando que no eran efectivas, mientras que poco a poco la epidemia se iba extendiendo incluso a los pueblos cercanos, aunque de una manera mucho más suave, lo que llevó a los dirigentes a apostar por dos medidas más agresivas: la primera, poner la ciudad y los alrededores en cuarentena y, la segunda, probar un nuevo fármaco, aún experimental, que estaban desarrollando unos laboratorios extranjeros que hacía poco tiempo se habían instalado en la provincia, a decir verdad, no muy lejos de la ciudad. Se trataba de una subsidiaria de Sunshade, farmacéutica puntera de los países del este que se dedicaba al estudio de parásitos que prolongaban la duración de los alimentos, libres de sustancias químicas. En cuanto a la subsidiaria, Sunblock, estaba probando algo parecido, pero con unos hongos diminutos que se encontraban únicamente en aquella zona, y también estaban probando, de forma paralela, una cura alternativa y radical para enfermedades comunes que venían a inmunizar el afectado, incrementando la fortaleza sus defensas.

Hasta el momento, el tratamiento no había sido probado en seres humanos, pero dada la situación desesperada, que ya se le escapaba de las manos a todo el mundo, se decidió hacer un improvisado estudio en la población raíz, Overtown, suministrándoles el fármaco y cuidando de que ningún agente externo pudiera alterar la vital prueba.

Pasados dos días de la vacunación se empezaron a notar los efectos, con evidentes signos de mejoría en la población. A pesar de las bajas temperaturas y de la climatología adversa, parecía que la enfermedad remitía y, según el parte meteorológico, en menos de una semana volvería el otoño de nuevo. Todo parecía indicar, pues, que dentro de muy poco tiempo se volvería al fin a la normalidad. Dada la efectividad del fármaco, se decidió, lógicamente, que también sería una buena idea repartirlo entre los pequeños brotes de las afueras que, aunque apenas habían tenido los mismos síntomas, nadie se quería arriesgar a que se pudiera repetir aquel caos en el que se sumió la ciudad durante la semana y media que duró.

El hecho es que nada de esto pasó inadvertido en todo el mundo, que seguía con gran expectación la noticia, aun a pesar de no había imágenes de ningún tipo debido a la cuarentena. No obstante, gracias a la red, en todas partes se comentaba el suceso y se sabía, punto por punto, lo que había ido sucediendo, lo cual supuso, al final, una fama y un reconocimiento para Sunshade y Sunblock que nadie esperaba., y que hizo que coparan el mercado farmacéutico en todo el mundo con sus medicamentos, así como facilidades para instalarse en numerosos puntos del planeta.

Mientras tanto, el otoño seguía su curso.

domingo, 1 de agosto de 2010

Fin

Por cierto, antes o después, Dante murió. Y a tomar por culo.

miércoles, 28 de julio de 2010

En la carretera.

Ni muy ancha ni muy estrecha, no pecaba de sinuosa, pues mirara para donde mirase, no se veían más que curvas que ocultaban el asfalto entre árboles, arbustos, y follaje propio de las laderas de los montes por cuyas faldas correteaba. Por lo demás, todo era igual de silencioso que el camino por el que se acercaba.
Puesto que donde estaba no había nadie ni nada para ubicarse, fue hacia ella, con la idea de permitir tomar al azar la decisión de ir hacia un lado u otro. En realidad tenía en mente continuar su recorrido en sentido descendente, pues carretera más descenso, bien podría equivaler a pueblo o ciudad costera, pero dos detalles le hicieron dar marcha atrás en tal idea: una, que ya estaba a nivel del mar, así que mucho más no podía descender; dos, que ni siquiera había pendientes. Para ambos lados, la carretera llaneaba. Así pues, se decidió por la mano derecha (pues su cerebro le insistía en que la buena idea sería ir hacia la izquierda y ahora mismo, ni de su instinto se fiaba tras las últimas peripecias de estos días, horas, semanas… o lo que fuese).
Su exquisita educación vial se puso en funcionamiento al aproximarse al arcén, lo que originó una especie de negación pausada con la cabeza. Esto es, que miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar. Así pues, de nuevo se puso en marcha, mas sin noticias de alguna otra forma de vida que no fuera la suya propia.
Así siguió durante horas, descansando cada cierto tiempo, pero nada cambiaba. Todo eran curvas, todo eran líneas continuas y discontinuas que se sucedían por la mitad del asfalto sin que nada alrededor se alterara. Así fue como la radiante luz del día fue alejándose, minuto a minuto, sin detenerse.
Comenzaba a atardecer cuando notó un cambio significativo. Desde la vegetación se oían tímidos cantos de insectos y también de aves que parecían que, por fin, salían de dondequiera se hubieran estado escondiendo desde que había aparecido en la playa. Esto alivió en cierto modo el desasosiego de Dante, aunque el hombre oía todo esto pero seguía sin ver nada.
Así continuaron pasando las horas y, con ellas, la acumulación de cansancio, mas nadie recorría aquella carretera.
Llegó la noche aunque, por estrellada, no iba del todo a ciegas. Para estar en mitad de ningún sitio, cuanto más se moviera antes habría de llegar a algún lugar, por lo que rechazó la idea de pararse a dormir. De todas formas, para alguien de vida completamente sedentaria como él, por muchas ganas que tuviera de encontrar un sitio donde poder, al fin, descansar, el agotamiento acumulado hasta entonces le hacía poco menos que delirar, con pinchazos en las piernas, una sed de mil infiernos y la cabeza a punto de estallar.
En estas estaba cuando creyó oír a lo lejos un ruido diferente. Se detuvo y prestó atención, aunque en esa ocasión no escuchó nada. Supuso que se tratase de su imaginación, que ya le estuviera empezando a jugar malas pasadas pero, al cabo de unos instantes, volvió a percibir algo. Algo que parecía un rugido. No veía nada a lo lejos, pero las infinitas curvas de la carretera bien se encargaban de ello. A veces se escuchaba con más claridad y bien parecía el sonido de un motor que se acercaba, pero de nuevo desaparecía para dejar paso a la orquesta de insectos nocturnos. Lo que le resultaba por completo confuso era que, a veces, le parecía que el sonido venía por delante… y, otras, por su espalda, lo que resultaba curioso, a la vez que inquietante. Incluso durante unos instantes le pareció ver un destello de luces por el rabillo del ojo, pero cuando se dio la vuelta ya había vuelto la oscuridad.
Siguió caminando, aunque el cansancio iba haciendo mella en sus ya de por sí mermadas facultades físicas. Mientras, el rugido aparecía desaparecía y, por más que lo intentara, su cabeza le aseguraba una y otra vez que éste venía por ambos lados. Una cosa estaba clara, cada vez se escuchaba con mayor claridad.
Aunque estuviera un poco nervioso, por todos los acontecimientos recientes, no creía por qué tener miedo de algo que viniera a toda velocidad por la carretera. Primero, porque sería la primera persona con la que se cruzaría en todo el extraño día y, segundo, porque era tan sencillo como meterse entre la maleza del arcén de la carretera. Después de todo, le parecía haber seguido llaneando durante todo el día y lo que llevaba de noche, así que, como mucho, se arañaría un poco entre las zarzas y los matorrales, pero se encontraría a salvo en los prados que fueron acompañándolo.
Por si acaso, y antes de que se produjera el encuentro, para tenerlo todo atado, lo comprobó. Si bien las estrellas daban algo de luz, casi suficiente para ver donde pisaba, el aire fresco que le llegó cuando empezó a meter la cabeza entre los matorrales lo asustó. Como acto reflejo, no dio el paso seguro que iba a dar, sino que tanteó.
No sabía cómo, pero ahí no había nada. Dónde estaba el suelo firme que tenía que haber es algo que no comprendía, pero que tampoco tenia tiempo para pararse a pensar en ello. Lo único que sabía en esos momentos con certeza era que no había y que, agudizando el oído, le pareció oír el sonido del mar.
Tal vez, tan obcecado estaba en caminar y caminar que, juntándolo con el agotamiento, ni se había dado cuenta de algún pequeño desnivel.
Con todo, la situación se complicaba un poco y el rugido estaba ya casi encima. Instintivamente, salió de nuevo a la carretera y, a pesar de lo destrozado que estaba, aligeró el paso.
Algo que sí percibió fue que llevaba ya un rato en el que había dejado atrás el montón interminable de curvas y ahora iba por una recta. Casi parecía un tópico, y en otro momento tal vez hubiera sonreído por pensarlo, pero cuando volvió a girar la cabeza, se le vino el mundo abajo porque, justo en ese momento, como si su propia mente lo hubiese creado, apareció un enorme camión a lo lejos, en la recta, a una velocidad por completo indecente.
En su cabeza, Dante sintió como se formaban las palabras “ya empezamos” y, pese al cansancio, intentó ponerse a correr. No era capaz de contar tan rápido la infinidad de pinchazos que sufrió en esos primeros instantes, pero tampoco tenía tiempo para pensar en ellos. Lo alejó todo de su mente, para dejar todo el espacio del mundo a correr. Ni siquiera miraba atrás, porque sentía el aliento de aquel enorme monstruo en la nuca, aproximándose a una velocidad terrible que hasta daba la sensación de que se movía el asfalto. No entendía por qué volvía a estar sucediendo, e incluso le cayeron lágrimas de rabia, pero ahora mismo no le quedaba otra. Correr, correr, correr… Cayó al suelo, se levantó, siguió corriendo… y ya casi no había distancia entre ambos. No podía más, llegó un momento en que fue incapaz de dar otro paso más. Trató de coger aire y luego se echó las manos a la cara, donde el sudor se le escurría entre ellas. Así pues, ahí terminaba todo: aplastado por un camión gigante en mitad de quién sabía dónde. Trató de erguirse para afrontar su suerte, pero ni para eso le quedaban fuerzas.
El camión se le echó encima como una exhalación y con un rugido ensordecedor, pero se quedó atónito cuando, en vez de impactarle como si fuera un diminuto mosquito, dio un giro brusco y pasó de largo. No sólo no se lo podía creer, sino que se quedó estupefacto, de piedra, sin percatarse siquiera de que unos metros más adelante se estaba deteniendo, con un chirrido de las ruedas y un olor a neumático quemado muy intenso.
Al cabo de un rato, Dante pareció salir de su estupor y se miró y palpó todo el cuerpo. Todavía no era capaz de formarse una idea de lo que estaba sucediendo. Se dio la vuelta y vio el camión detenido más adelante, aunque no vio nada más, puesto que ahora mismo estaba deslumbrado, después de haberse aclimatado a la oscuridad.
Todavía sin creérselo, dio unos pasos hasta llegar al camión y lo tocó, para ver si de verdad estaba allí. Avanzó con cuidado y asustado aún, hasta llegar a la altura de la cabina. Deslumbrado como estaba, no consiguió ver nada. Instantes más tarde, se bajó la ventanilla y apareció la cabeza de un tipo con barba.

“¿Qué, jefe, le llevo a alguna parte?”

miércoles, 14 de julio de 2010

En la playa

Como playa, era una playa cualquiera: arena y mar; como lugar, no tenía nada peculiar, no era especialmente pintoresco y, desde luego, nada amenazador.
Hacía sol, pero no era molesto. Tal vez una temperatura primaveral, amenizada por una brisa floja y fresca, que daba ánimos a las nubes para que se desplazasen mar adentro.
No obstante, nada de esto invitaba a Dante a levantar siquiera la cabeza. En realidad se sentía agotado y su, hasta hace unos días inexistente, instinto de supervivencia, le daba un respiro justo en un momento de tensión visceral en el que el cerebro había advertido de una explosión inminente, de obligarle a continuar haciendo horas extras, estando tan falto de costumbre.
Aproximadamente cuarenta y siete minutos más tarde (si es que alguien estuviera contando el tiempo que transcurría) se levantó. A pesar de no tener ningún tipo de magulladura, se sentía débil y cansado. Volvió la vista para darle la espalda al agua, temiéndose cualquier cosa, pero lo que vio no hizo más que tranquilizarlo. A pocos metros de donde se encontraba, un camino que cruzaba un prado bien cuidado, desembocaba en una hilera de casas de colores vivos que, aunque no estaban en esos momentos rebosantes de actividad, invitaban a pensar que en algún momento del día sí lo estarían.
Decidió seguirlo, pues allí, fuera donde fuese allí, no hacía nada. No se oía el ruido de animal alguno, sólo el sonido de aquella brisa tan gratificante.
Caminó con la tranquilidad de alguien que sale a dar un paseo matutino y pensó que sería una buena idea acercarse a las casas, aunque fuera sólo para preguntar dónde se encontraba… y cuándo. Porque ésa era otra: no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que empezó todo. Podrían haber pasado horas, días, semanas… Necesitaba saber. Por eso, cuando llegó a la primera casa, llamó a la puerta y no hubo respuesta, se sintió, primeramente, decepcionado y, luego, intrigado. No parecía ser demasiado temprano.
Volvió a intentarlo de nuevo. Lo mismo. Se encogió de hombros y decidió probar suerte en la siguiente casa. Ninguna de las dos tenía las contraventanas cerradas, así que le empezó a parecer extraño que tampoco en esta le contestara nadie tras varios intentos. No perdió la esperanza, aún quedaban varias más. Que, después de un rato, comprobó que el resultado era el mismo.
Intrigado, Dante escogió una al azar y se le ocurrió que tal vez estuviera abierta la puerta, por lo que fue, giró el pomo… y la abrió. Ni siquiera estaban cerradas. Por si acaso, volvió a llamar, ya con la cabeza metida en la casa, pero la respuesta fue idéntica, así que entró. Dentro estaba más oscuro, con lo que tuvo que esperar a que sus ojos se aclimatasen para poder ver. No tardó en conseguirlo, gracias a la luz que entraba por las ventanas, así que no esperó más. Pero algo no iba bien. No sólo es que no contestara nadie. Es que allí dentro no había nada. Nada en la entrada. Entró en una sala. Nada, tampoco. Ningún mueble, ninguna alfombra, ningún utensilio, ninguna decoración. Otra sala. Nada. Subió corriendo unas escaleras. Arriba, lo mismo, Tan sólo puertas, todas ellas abiertas. Pero nada más. Ni siquiera signos de que alguna vez allí hubiera habido algo. En su cabeza se formó la idea de que el resto de las casas iba a estar de la misma forma. No obstante, salió y escogió, de nuevo, otra al azar… pero la encontró exactamente como la primera. Fuera, el silencio permanecía exactamente igual, alterado nada más que por la brisa.
Algo perplejo y defraudado, volvió al camino, desprovisto también de marcas que indicasen cualquier signo de vida, y lo siguió más allá de las casas. De cuando en cuando, se detenía a escuchar, pero no notaba cambio alguno. Estaba completamente extrañado, porque ni siquiera se oía el canto de un ave o algún insecto. Así estuvo un buen rato, caminando y deteniéndose, hasta que, a lo lejos, divisó una carretera.

lunes, 5 de julio de 2010

Al carajo

Cualquiera que le hubiera podido ver la cara en ese momento, distinguiría en ella una expresión de rabia, frustración, nerviosismo, histeria mal reprimida y de cansancio, tanto físico como psíquico.
Todo esto no le debería de estar pasando, él era un tío normal, que no se metía nunca en líos por su propia voluntad (aunque no tenía demasiada), que vivía un bucle diario de levantarse, comer, currar, comer, vegetar, volver a comer y dormir. La actividad más agotadora que podía llevar a cabo era levantarse de la cama o del sofá e ir reptando hasta la silla del ordenador. Podría decirse que era como tú. Podría decirse que era como cualquier humano medio del siglo XXI. Un ser con poca intensidad vital, aburrido y metódico en su aburrimiento, alguien con nula capacidad para desmelenarse y romper con la rutina, sin esperanza de sentirse realmente inspirado para dar un vuelco a años y años de hacer lo mismo y hacer salir al exterior un nuevo yo. O sea, un nuevo tú.
Y ahora, sin saber cómo ni por qué, veía cómo la luz que arrojaban las antorchas le hacían llorar los ojos, cómo le dolía la cabeza del fuerte golpe que le habían dado y cómo lo que había intuido como mujeres no eran exactamente mujeres. Entre los nervios, la tensión… la poca luz y lo inexplicablemente salido que estaba (¿quién puede pensar en sexo en una situación de vida o muerte que no sea un depravado?) no acertó lo que se avecinaba. Ahora, en cambio, se iba dando cuenta de su error y de lo que ello podría suponer. No. De lo que seguro iba a suponer.
Rompiendo la magia de esta infinita secuencia, la verdad es que la concentración de gente que había en la estancia no alcanzaba ni el 12% de lo que generalmente sería una relación aceptable de hombres/mujeres sexualmente muy alterados. Y es que, en su mayoría, a pesar de que de un primer vistazo, todo era muy prometedor, al final se había retorcido de una manera descontrolada. Allí no había más que pirulas. Y todas muy amenazadoras, por cierto. De repente todo se volvía mucho más negro de lo que ya estaba. Sudaba en frío. En ese momento, a Dante ya no le dolía nada, ya no le importaba todo el calvario anterior… En ese momento, a Dante le preocupaba un poco más el futuro cercano que el doloroso pasado. Porque, tal y como estaba la cosa, si le hubieran dado opción, se habría abrazado gustoso a un rollo de alambre de espino… oxidado.
Y con todo esto rondando por su cabeza y físicamente todo lo demás a su alrededor, la cosa es que se produjo un ligero destello y, de repente, Dante estaba tumbado en una playa, sin marcas en el cuerpo ni en la ropa… ni nada que reflejase por todo lo que había pasado, ya no sabía, si hacía horas, días o segundos, aunque lo recordaba todo. ¿O era su imaginación? ¿Se estaría volviendo loco? ¿Dónde estaba ahora?

miércoles, 19 de mayo de 2010

¡Trata de arrancarlo, Dante!

Y me pregunto yo: ¿qué puede tener de bueno despertarse un buen día (“buen día” porque la expresión es así, no me la he inventado) y descubrir que, además de atado de pies y manos, te encuentras en la no menos cómoda postura de “a veinte uñas” (más largas, sucias, pintadas, mordidas... es lo de menos en este caso)? Yendo más allá (el que está atado no, que se supone que no puede, sólo nosotros mientras divagamos), imaginad, qué sé yo, que habéis perdido la noción del tiempo y no sabéis cuánto lleváis con los mismos calcetines (se da por hecho que, además, la memoria os está fallando) y no recordáis siquiera si habíais puesto los que tienen un pequeño agujerillo o los nuevos (demos por hecho, nuevamente que, si no son nuevos, suelen tener agujerillos por el uso: y esto es así, que nadie se lleve las manos a la cabeza) o de si los gayumbos puedan tener o no frenazo a estas alturas (ojo, hablamos de despertarse, estar atados… ahí te has desmayado en algún momento y cuando eso sucede no controla el cuerpo nadie).

Pues de esta guisa que, a priori, tampoco sería muy descabellado imaginar que apareciésemos una mañana de domingo tras llegar de juerga (vete tú a saber qué tipo de juerga pero, oye, yo no salgo, no sé si eso puede ocurrir o no… ni con cuánta frecuencia).

La cuestión principal es (porque no me dejáis siquiera empezar: venga a dar vueltas y vueltas e irse por los cerros de no sé dónde, bajarlos y recorrer senderos luminosos llenos de luces de neón y pierdo el hilo argumental. ¡Ya está bien, cojones!) que una situación como la que pretendía recordar en el párrafo anterior (porque sé yo que nadie se acuerda ya del pobre Dante) resulta un tanto empalagosa. Ya no tanto porque tengas los dedos pringosos de estar jugando a cosas de papás y mamás con los yogures de chocolate, miel y nata, sino porque no augura un futuro en extremo complaciente. Vamos, sólo de imaginarlo ya se me hace a arruga en la corbata que no tengo.

Pues bien, decíamos de aquella que Dante se encontraba de esa guisa tras haber aparecido en un tiempo sin sentido y haber sido apaleado una y otra vez por diferente peña. Que no era poca cosa, ya que si, para colmo, hablásemos de otros seres, la cosa se habría puesto más cuesta arriba. No es lo mismo que te den golpes unos humanos que un minotauro, una rata-ogro o un ent, por mencionar razas chungas de otros universos con copyright. No obstante, lo último que recuerdo, de allá por el 2008, es que unas “lascivas mujeres” lo tenían por completo acorralado en una sala, mazmorra o habitación, en una tenebrosa penumbra (que alguien me diga qué penumbra no es tenebrosa y/o siniestra) y que Dante pensaba que las cosas iba únicamente de mal en peor. Y, si no lo pensaba, ya tardaba, porque lleva año y medio salvándose de la quema y eso no puede seguir así. Además me lo dijo, hace unos meses: “hostia, tío, menos mal que te olvidaste de continuar, porque se estaba poniendo chungo. De hecho, desde que aparecí, no me has hecho más que putadas”.

Supongo que esas palabras ablandaron mi férreo corazón por un tiempo, pero como vuelvo a ser el mismo cabrón de siempre, pues cuando tenga algún rato libre y me aburra, pues le daré con todo lo que tengo (que, así a mano, es el móvil, una mesa, el portátil, figuritas, un hostal entero, un armario, una mochila con pinturitas… vamos, variado).

Resumiendo: se supone que esta entrada ya iba a servir para continuar la historia, pero pfff… otro día.

lunes, 17 de mayo de 2010

Hazte fan

Decir tonterías es algo innato, espontáneo, sale casi sin pensarlo. De hecho, hay una cantidad horrible de gente que, directamente, no piensa… y no dice más que tonterías. Que conste que ni siquiera hay que mirar hacia la caspa política o a absurdos de la televisión para verlo, basta echar un ojo a nuestro alrededor y tenemos cientos de ejemplos, desde las nuevas generaciones hasta las antiguas.

Lo propio ahora sería hablar largo y tendido sobre la gente que dice tonterías “guays”, esos humoristas de toda la vida, efectivos y resultones, con quienes no paras de llorar de risa o gente nueva que salta al ruedo haciendo monólogos y movidas de esas que tanto se llevan ahora. Pero claro, para hablar de algo serio, conmigo, hay que pedir vez con mucha antelación. Uno tiene que mentalizarse y tal… y bah, no es plan. O hay unas cervezas a mano, o nada de nada. Y me estoy quitando, así que ya vemos por dónde van los tiros.

Que digo yo… que hacía bastante tiempo que no me pasaba por el blog. De hecho, va para año y pico (no tengo tanto conocimiento matemático para sumar tantos meses), será como 6 ó 15… no sé, sólo controlo (de números) que están en la parte de arriba en los portátiles, y en el lado derecho en los teclados convencionales. Ahora que lo pienso… no sé cómo he sabido distinguir lo de la derecha y arriba… ¿lo he dicho bien?

Como iba diciendo, en todo caso es un espacio de tiempo considerable para que haya habido muchos o pocos cambios, o bastantes, alguno, apenas, demasiados, ninguno… o algo. De entre todos ellos, si hubo varios, el más significativo, seguro que fue la intrusión masiva de toda la gente habida y por haber en el Caralibro, Feisbuk o como se le quiera llamar. El original es innombrable, pues seguro que algún tipo de copyright tiene. Eso, o que si lo pronuncias varias veces (insisto en que de números hoy ando errático) delante del espejo aparece alguna movida, como por ejemplo el inútil que diseñó esa mierda de logotipo cutre, que dudo que sea hasta logotipo. Que también me sorprende, porque hoy en día todo se distingue muy bien y muy rápido con un logo efectivo, llamativo, resultón… y van estos intrépidos y dibujan esa mierda con fondo lila, añil, o como carajo se llame ese puto color. Probablemente alguna tía sepa distinguirlo, pues tienen un registro inmenso, aunque yo prefiero pensar que no tienen ni idea, por eso se inventan nombres… o los copian de frutas y cosas así: color melón, color melón… ¡pero si son moteados! ¡Y por dentro tampoco es el mismo color! ¿A cuál se refieren?

Pues eso, que imaginaos que aparece el hábil diseñador del logo y te acaricia con papel de lija o te deja en la habitación mogollón de bolsas de la basura llenas de raspas de pescado de varios días… o que se quiere hacer fan tuyo. Por eso no hablo delante de los espejos, sólo pego alaridos de metal, que también invocan lo suyo, aunque sean cacofonías del más allá… o lo que yo creo que sea: golpes de los vecinos en las paredes, en el más acá.

En fin, que eso del “feis” está muy de moda, cosa que tendería a ser aburrido y carente de chicha o jugo (sólido y líquido, para que nadie se lleve las manos a la cabeza), pero es una movida tan resultona y divertida, que termina siendo un poco vicio. Una manera de socializar en red y de encontrar gente de la que hace siglos que no sabes nada. Que a lo mejor tampoco te importa gran cosa, pero que dices: “anda, qué curioso” y te pones al día. Al final siempre resulta agradable.

Al final no sé ni de qué carajo estaba hablando, qué raro… así que será mejor dejar el teclado este en paz un rato. Que, por cierto, es de los que tienen los números en la parte de arriba de las letras. No encima, encima, porque si no serían dos pisos de teclas, pero sí encima, al norte del “space” (o al sur si se pone al revés, aunque si se pone al revés lo mismo no se ven las teclas porque te molestaría la pantalla).

La cuestión es que ahora ya no hace tanto que no me paso por el blog.