Como playa, era una playa cualquiera: arena y mar; como lugar, no tenía nada peculiar, no era especialmente pintoresco y, desde luego, nada amenazador.
Hacía sol, pero no era molesto. Tal vez una temperatura primaveral, amenizada por una brisa floja y fresca, que daba ánimos a las nubes para que se desplazasen mar adentro.
No obstante, nada de esto invitaba a Dante a levantar siquiera la cabeza. En realidad se sentía agotado y su, hasta hace unos días inexistente, instinto de supervivencia, le daba un respiro justo en un momento de tensión visceral en el que el cerebro había advertido de una explosión inminente, de obligarle a continuar haciendo horas extras, estando tan falto de costumbre.
Aproximadamente cuarenta y siete minutos más tarde (si es que alguien estuviera contando el tiempo que transcurría) se levantó. A pesar de no tener ningún tipo de magulladura, se sentía débil y cansado. Volvió la vista para darle la espalda al agua, temiéndose cualquier cosa, pero lo que vio no hizo más que tranquilizarlo. A pocos metros de donde se encontraba, un camino que cruzaba un prado bien cuidado, desembocaba en una hilera de casas de colores vivos que, aunque no estaban en esos momentos rebosantes de actividad, invitaban a pensar que en algún momento del día sí lo estarían.
Decidió seguirlo, pues allí, fuera donde fuese allí, no hacía nada. No se oía el ruido de animal alguno, sólo el sonido de aquella brisa tan gratificante.
Caminó con la tranquilidad de alguien que sale a dar un paseo matutino y pensó que sería una buena idea acercarse a las casas, aunque fuera sólo para preguntar dónde se encontraba… y cuándo. Porque ésa era otra: no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que empezó todo. Podrían haber pasado horas, días, semanas… Necesitaba saber. Por eso, cuando llegó a la primera casa, llamó a la puerta y no hubo respuesta, se sintió, primeramente, decepcionado y, luego, intrigado. No parecía ser demasiado temprano.
Volvió a intentarlo de nuevo. Lo mismo. Se encogió de hombros y decidió probar suerte en la siguiente casa. Ninguna de las dos tenía las contraventanas cerradas, así que le empezó a parecer extraño que tampoco en esta le contestara nadie tras varios intentos. No perdió la esperanza, aún quedaban varias más. Que, después de un rato, comprobó que el resultado era el mismo.
Intrigado, Dante escogió una al azar y se le ocurrió que tal vez estuviera abierta la puerta, por lo que fue, giró el pomo… y la abrió. Ni siquiera estaban cerradas. Por si acaso, volvió a llamar, ya con la cabeza metida en la casa, pero la respuesta fue idéntica, así que entró. Dentro estaba más oscuro, con lo que tuvo que esperar a que sus ojos se aclimatasen para poder ver. No tardó en conseguirlo, gracias a la luz que entraba por las ventanas, así que no esperó más. Pero algo no iba bien. No sólo es que no contestara nadie. Es que allí dentro no había nada. Nada en la entrada. Entró en una sala. Nada, tampoco. Ningún mueble, ninguna alfombra, ningún utensilio, ninguna decoración. Otra sala. Nada. Subió corriendo unas escaleras. Arriba, lo mismo, Tan sólo puertas, todas ellas abiertas. Pero nada más. Ni siquiera signos de que alguna vez allí hubiera habido algo. En su cabeza se formó la idea de que el resto de las casas iba a estar de la misma forma. No obstante, salió y escogió, de nuevo, otra al azar… pero la encontró exactamente como la primera. Fuera, el silencio permanecía exactamente igual, alterado nada más que por la brisa.
Algo perplejo y defraudado, volvió al camino, desprovisto también de marcas que indicasen cualquier signo de vida, y lo siguió más allá de las casas. De cuando en cuando, se detenía a escuchar, pero no notaba cambio alguno. Estaba completamente extrañado, porque ni siquiera se oía el canto de un ave o algún insecto. Así estuvo un buen rato, caminando y deteniéndose, hasta que, a lo lejos, divisó una carretera.