miércoles, 28 de julio de 2010

En la carretera.

Ni muy ancha ni muy estrecha, no pecaba de sinuosa, pues mirara para donde mirase, no se veían más que curvas que ocultaban el asfalto entre árboles, arbustos, y follaje propio de las laderas de los montes por cuyas faldas correteaba. Por lo demás, todo era igual de silencioso que el camino por el que se acercaba.
Puesto que donde estaba no había nadie ni nada para ubicarse, fue hacia ella, con la idea de permitir tomar al azar la decisión de ir hacia un lado u otro. En realidad tenía en mente continuar su recorrido en sentido descendente, pues carretera más descenso, bien podría equivaler a pueblo o ciudad costera, pero dos detalles le hicieron dar marcha atrás en tal idea: una, que ya estaba a nivel del mar, así que mucho más no podía descender; dos, que ni siquiera había pendientes. Para ambos lados, la carretera llaneaba. Así pues, se decidió por la mano derecha (pues su cerebro le insistía en que la buena idea sería ir hacia la izquierda y ahora mismo, ni de su instinto se fiaba tras las últimas peripecias de estos días, horas, semanas… o lo que fuese).
Su exquisita educación vial se puso en funcionamiento al aproximarse al arcén, lo que originó una especie de negación pausada con la cabeza. Esto es, que miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar. Así pues, de nuevo se puso en marcha, mas sin noticias de alguna otra forma de vida que no fuera la suya propia.
Así siguió durante horas, descansando cada cierto tiempo, pero nada cambiaba. Todo eran curvas, todo eran líneas continuas y discontinuas que se sucedían por la mitad del asfalto sin que nada alrededor se alterara. Así fue como la radiante luz del día fue alejándose, minuto a minuto, sin detenerse.
Comenzaba a atardecer cuando notó un cambio significativo. Desde la vegetación se oían tímidos cantos de insectos y también de aves que parecían que, por fin, salían de dondequiera se hubieran estado escondiendo desde que había aparecido en la playa. Esto alivió en cierto modo el desasosiego de Dante, aunque el hombre oía todo esto pero seguía sin ver nada.
Así continuaron pasando las horas y, con ellas, la acumulación de cansancio, mas nadie recorría aquella carretera.
Llegó la noche aunque, por estrellada, no iba del todo a ciegas. Para estar en mitad de ningún sitio, cuanto más se moviera antes habría de llegar a algún lugar, por lo que rechazó la idea de pararse a dormir. De todas formas, para alguien de vida completamente sedentaria como él, por muchas ganas que tuviera de encontrar un sitio donde poder, al fin, descansar, el agotamiento acumulado hasta entonces le hacía poco menos que delirar, con pinchazos en las piernas, una sed de mil infiernos y la cabeza a punto de estallar.
En estas estaba cuando creyó oír a lo lejos un ruido diferente. Se detuvo y prestó atención, aunque en esa ocasión no escuchó nada. Supuso que se tratase de su imaginación, que ya le estuviera empezando a jugar malas pasadas pero, al cabo de unos instantes, volvió a percibir algo. Algo que parecía un rugido. No veía nada a lo lejos, pero las infinitas curvas de la carretera bien se encargaban de ello. A veces se escuchaba con más claridad y bien parecía el sonido de un motor que se acercaba, pero de nuevo desaparecía para dejar paso a la orquesta de insectos nocturnos. Lo que le resultaba por completo confuso era que, a veces, le parecía que el sonido venía por delante… y, otras, por su espalda, lo que resultaba curioso, a la vez que inquietante. Incluso durante unos instantes le pareció ver un destello de luces por el rabillo del ojo, pero cuando se dio la vuelta ya había vuelto la oscuridad.
Siguió caminando, aunque el cansancio iba haciendo mella en sus ya de por sí mermadas facultades físicas. Mientras, el rugido aparecía desaparecía y, por más que lo intentara, su cabeza le aseguraba una y otra vez que éste venía por ambos lados. Una cosa estaba clara, cada vez se escuchaba con mayor claridad.
Aunque estuviera un poco nervioso, por todos los acontecimientos recientes, no creía por qué tener miedo de algo que viniera a toda velocidad por la carretera. Primero, porque sería la primera persona con la que se cruzaría en todo el extraño día y, segundo, porque era tan sencillo como meterse entre la maleza del arcén de la carretera. Después de todo, le parecía haber seguido llaneando durante todo el día y lo que llevaba de noche, así que, como mucho, se arañaría un poco entre las zarzas y los matorrales, pero se encontraría a salvo en los prados que fueron acompañándolo.
Por si acaso, y antes de que se produjera el encuentro, para tenerlo todo atado, lo comprobó. Si bien las estrellas daban algo de luz, casi suficiente para ver donde pisaba, el aire fresco que le llegó cuando empezó a meter la cabeza entre los matorrales lo asustó. Como acto reflejo, no dio el paso seguro que iba a dar, sino que tanteó.
No sabía cómo, pero ahí no había nada. Dónde estaba el suelo firme que tenía que haber es algo que no comprendía, pero que tampoco tenia tiempo para pararse a pensar en ello. Lo único que sabía en esos momentos con certeza era que no había y que, agudizando el oído, le pareció oír el sonido del mar.
Tal vez, tan obcecado estaba en caminar y caminar que, juntándolo con el agotamiento, ni se había dado cuenta de algún pequeño desnivel.
Con todo, la situación se complicaba un poco y el rugido estaba ya casi encima. Instintivamente, salió de nuevo a la carretera y, a pesar de lo destrozado que estaba, aligeró el paso.
Algo que sí percibió fue que llevaba ya un rato en el que había dejado atrás el montón interminable de curvas y ahora iba por una recta. Casi parecía un tópico, y en otro momento tal vez hubiera sonreído por pensarlo, pero cuando volvió a girar la cabeza, se le vino el mundo abajo porque, justo en ese momento, como si su propia mente lo hubiese creado, apareció un enorme camión a lo lejos, en la recta, a una velocidad por completo indecente.
En su cabeza, Dante sintió como se formaban las palabras “ya empezamos” y, pese al cansancio, intentó ponerse a correr. No era capaz de contar tan rápido la infinidad de pinchazos que sufrió en esos primeros instantes, pero tampoco tenía tiempo para pensar en ellos. Lo alejó todo de su mente, para dejar todo el espacio del mundo a correr. Ni siquiera miraba atrás, porque sentía el aliento de aquel enorme monstruo en la nuca, aproximándose a una velocidad terrible que hasta daba la sensación de que se movía el asfalto. No entendía por qué volvía a estar sucediendo, e incluso le cayeron lágrimas de rabia, pero ahora mismo no le quedaba otra. Correr, correr, correr… Cayó al suelo, se levantó, siguió corriendo… y ya casi no había distancia entre ambos. No podía más, llegó un momento en que fue incapaz de dar otro paso más. Trató de coger aire y luego se echó las manos a la cara, donde el sudor se le escurría entre ellas. Así pues, ahí terminaba todo: aplastado por un camión gigante en mitad de quién sabía dónde. Trató de erguirse para afrontar su suerte, pero ni para eso le quedaban fuerzas.
El camión se le echó encima como una exhalación y con un rugido ensordecedor, pero se quedó atónito cuando, en vez de impactarle como si fuera un diminuto mosquito, dio un giro brusco y pasó de largo. No sólo no se lo podía creer, sino que se quedó estupefacto, de piedra, sin percatarse siquiera de que unos metros más adelante se estaba deteniendo, con un chirrido de las ruedas y un olor a neumático quemado muy intenso.
Al cabo de un rato, Dante pareció salir de su estupor y se miró y palpó todo el cuerpo. Todavía no era capaz de formarse una idea de lo que estaba sucediendo. Se dio la vuelta y vio el camión detenido más adelante, aunque no vio nada más, puesto que ahora mismo estaba deslumbrado, después de haberse aclimatado a la oscuridad.
Todavía sin creérselo, dio unos pasos hasta llegar al camión y lo tocó, para ver si de verdad estaba allí. Avanzó con cuidado y asustado aún, hasta llegar a la altura de la cabina. Deslumbrado como estaba, no consiguió ver nada. Instantes más tarde, se bajó la ventanilla y apareció la cabeza de un tipo con barba.

“¿Qué, jefe, le llevo a alguna parte?”

miércoles, 14 de julio de 2010

En la playa

Como playa, era una playa cualquiera: arena y mar; como lugar, no tenía nada peculiar, no era especialmente pintoresco y, desde luego, nada amenazador.
Hacía sol, pero no era molesto. Tal vez una temperatura primaveral, amenizada por una brisa floja y fresca, que daba ánimos a las nubes para que se desplazasen mar adentro.
No obstante, nada de esto invitaba a Dante a levantar siquiera la cabeza. En realidad se sentía agotado y su, hasta hace unos días inexistente, instinto de supervivencia, le daba un respiro justo en un momento de tensión visceral en el que el cerebro había advertido de una explosión inminente, de obligarle a continuar haciendo horas extras, estando tan falto de costumbre.
Aproximadamente cuarenta y siete minutos más tarde (si es que alguien estuviera contando el tiempo que transcurría) se levantó. A pesar de no tener ningún tipo de magulladura, se sentía débil y cansado. Volvió la vista para darle la espalda al agua, temiéndose cualquier cosa, pero lo que vio no hizo más que tranquilizarlo. A pocos metros de donde se encontraba, un camino que cruzaba un prado bien cuidado, desembocaba en una hilera de casas de colores vivos que, aunque no estaban en esos momentos rebosantes de actividad, invitaban a pensar que en algún momento del día sí lo estarían.
Decidió seguirlo, pues allí, fuera donde fuese allí, no hacía nada. No se oía el ruido de animal alguno, sólo el sonido de aquella brisa tan gratificante.
Caminó con la tranquilidad de alguien que sale a dar un paseo matutino y pensó que sería una buena idea acercarse a las casas, aunque fuera sólo para preguntar dónde se encontraba… y cuándo. Porque ésa era otra: no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que empezó todo. Podrían haber pasado horas, días, semanas… Necesitaba saber. Por eso, cuando llegó a la primera casa, llamó a la puerta y no hubo respuesta, se sintió, primeramente, decepcionado y, luego, intrigado. No parecía ser demasiado temprano.
Volvió a intentarlo de nuevo. Lo mismo. Se encogió de hombros y decidió probar suerte en la siguiente casa. Ninguna de las dos tenía las contraventanas cerradas, así que le empezó a parecer extraño que tampoco en esta le contestara nadie tras varios intentos. No perdió la esperanza, aún quedaban varias más. Que, después de un rato, comprobó que el resultado era el mismo.
Intrigado, Dante escogió una al azar y se le ocurrió que tal vez estuviera abierta la puerta, por lo que fue, giró el pomo… y la abrió. Ni siquiera estaban cerradas. Por si acaso, volvió a llamar, ya con la cabeza metida en la casa, pero la respuesta fue idéntica, así que entró. Dentro estaba más oscuro, con lo que tuvo que esperar a que sus ojos se aclimatasen para poder ver. No tardó en conseguirlo, gracias a la luz que entraba por las ventanas, así que no esperó más. Pero algo no iba bien. No sólo es que no contestara nadie. Es que allí dentro no había nada. Nada en la entrada. Entró en una sala. Nada, tampoco. Ningún mueble, ninguna alfombra, ningún utensilio, ninguna decoración. Otra sala. Nada. Subió corriendo unas escaleras. Arriba, lo mismo, Tan sólo puertas, todas ellas abiertas. Pero nada más. Ni siquiera signos de que alguna vez allí hubiera habido algo. En su cabeza se formó la idea de que el resto de las casas iba a estar de la misma forma. No obstante, salió y escogió, de nuevo, otra al azar… pero la encontró exactamente como la primera. Fuera, el silencio permanecía exactamente igual, alterado nada más que por la brisa.
Algo perplejo y defraudado, volvió al camino, desprovisto también de marcas que indicasen cualquier signo de vida, y lo siguió más allá de las casas. De cuando en cuando, se detenía a escuchar, pero no notaba cambio alguno. Estaba completamente extrañado, porque ni siquiera se oía el canto de un ave o algún insecto. Así estuvo un buen rato, caminando y deteniéndose, hasta que, a lo lejos, divisó una carretera.

lunes, 5 de julio de 2010

Al carajo

Cualquiera que le hubiera podido ver la cara en ese momento, distinguiría en ella una expresión de rabia, frustración, nerviosismo, histeria mal reprimida y de cansancio, tanto físico como psíquico.
Todo esto no le debería de estar pasando, él era un tío normal, que no se metía nunca en líos por su propia voluntad (aunque no tenía demasiada), que vivía un bucle diario de levantarse, comer, currar, comer, vegetar, volver a comer y dormir. La actividad más agotadora que podía llevar a cabo era levantarse de la cama o del sofá e ir reptando hasta la silla del ordenador. Podría decirse que era como tú. Podría decirse que era como cualquier humano medio del siglo XXI. Un ser con poca intensidad vital, aburrido y metódico en su aburrimiento, alguien con nula capacidad para desmelenarse y romper con la rutina, sin esperanza de sentirse realmente inspirado para dar un vuelco a años y años de hacer lo mismo y hacer salir al exterior un nuevo yo. O sea, un nuevo tú.
Y ahora, sin saber cómo ni por qué, veía cómo la luz que arrojaban las antorchas le hacían llorar los ojos, cómo le dolía la cabeza del fuerte golpe que le habían dado y cómo lo que había intuido como mujeres no eran exactamente mujeres. Entre los nervios, la tensión… la poca luz y lo inexplicablemente salido que estaba (¿quién puede pensar en sexo en una situación de vida o muerte que no sea un depravado?) no acertó lo que se avecinaba. Ahora, en cambio, se iba dando cuenta de su error y de lo que ello podría suponer. No. De lo que seguro iba a suponer.
Rompiendo la magia de esta infinita secuencia, la verdad es que la concentración de gente que había en la estancia no alcanzaba ni el 12% de lo que generalmente sería una relación aceptable de hombres/mujeres sexualmente muy alterados. Y es que, en su mayoría, a pesar de que de un primer vistazo, todo era muy prometedor, al final se había retorcido de una manera descontrolada. Allí no había más que pirulas. Y todas muy amenazadoras, por cierto. De repente todo se volvía mucho más negro de lo que ya estaba. Sudaba en frío. En ese momento, a Dante ya no le dolía nada, ya no le importaba todo el calvario anterior… En ese momento, a Dante le preocupaba un poco más el futuro cercano que el doloroso pasado. Porque, tal y como estaba la cosa, si le hubieran dado opción, se habría abrazado gustoso a un rollo de alambre de espino… oxidado.
Y con todo esto rondando por su cabeza y físicamente todo lo demás a su alrededor, la cosa es que se produjo un ligero destello y, de repente, Dante estaba tumbado en una playa, sin marcas en el cuerpo ni en la ropa… ni nada que reflejase por todo lo que había pasado, ya no sabía, si hacía horas, días o segundos, aunque lo recordaba todo. ¿O era su imaginación? ¿Se estaría volviendo loco? ¿Dónde estaba ahora?