Año
mil no sé cuántos. La Humanidad está pasando por unos momentos realmente
cruciales en el devenir de la Historia. Terminadas las Tres Grandes Guerras que
asolaron a los Elfos Zombis de las Montañas Picudas y terminaron con el exilio
de los Enanos de las Praderas Verdes, un pacto se forjó a orillas del Mar
Precámbrico, diseñado para evitar que las atrocidades del pasado pudieran
volver a repetirse. En él participaron todas las razas habidas y por haber en
lo largo, ancho y alto del mundo paralepípedo, de nombre Mailsland. Todo ser
medianamente racional tuvo voz, voto y bocadillo a escoger, y al resultado de
tal pacto se le llamó Cinturón Fraternal de la Amistad Duradera.
Ajenos a las locuras políticas y los entresijos militares vivían, en otra parte del mundo distinta, dos personajes folklóricos, dos artistas sin par, que gozaban de la atención de la gente de los pueblos por los que pasaban, ofreciendo su buen hacer, en su peregrinaje hacia vete a saber dónde, pues nunca se supo de dónde venían… ni tampoco cuál fue la suerte que corrieron en el crepúsculo de sus días.
Uno de ellos era escritor y respondía al nombre de Fran, mientras que Federico no. A Federico se le conocía más por Fede. Por eso, por su bigote y por su voz, pues era cantante, aunque otros más allegados lo apodaban Mercurio, pues era fan del velocista mutante de los X-Men®, por parte de padre.
Esta particular pareja, que se ganaba así la vida, uno escribiendo y otro cantando lo que el primero escribía, se preguntaba cómo podía disfrutar de tanto éxito, pues Fran no cogía el boli si no estaba piripi, de ahí su sobrenombre “Qué beodo”, pues era lo que todo el mundo repetía cuando pasaba por su lado y le veían los ojillos inyectados en sangre, tras sus redondas lentes, y sus narices coloradas. Aun así, nunca les faltaba para comer, beber y dormir.
Estaban un día en una taberna, bebiendo y componiendo (pues, como solía decir Fede, “el espectáculo debe continuar”), cuando entraron por la puerta un anciano clérigo y dos chicos hambrientos, a todas luces sus maltratados pupilos, discutiendo sobre quién debía pasar la siguiente eliminatoria de la Champions. Tal era el escándalo que tenían montado, que pronto se les unió el resto de los parroquianos, muy aficionados ellos, e instaron al dueño del local a sintonizar la televisión, a la espera del comienzo del partido.
Sin perder de vista a los chiquillos, Fran, que en aquellas lides tenía bastante letra, se fijó cómo, cuando el aparato se encendió y toda la atención se centraba en él, los escuálidos mozos comenzaron a deslizarse entre la muchedumbre y vio, además, cómo de manera pícara, daban rienda suelta a su, al parecer, instinto para el latrocinio. A tal extremo habían de llegar para conseguir llevar a la boca el chusco de pan que el clérigo les negaba.
Ajenos a las locuras políticas y los entresijos militares vivían, en otra parte del mundo distinta, dos personajes folklóricos, dos artistas sin par, que gozaban de la atención de la gente de los pueblos por los que pasaban, ofreciendo su buen hacer, en su peregrinaje hacia vete a saber dónde, pues nunca se supo de dónde venían… ni tampoco cuál fue la suerte que corrieron en el crepúsculo de sus días.
Uno de ellos era escritor y respondía al nombre de Fran, mientras que Federico no. A Federico se le conocía más por Fede. Por eso, por su bigote y por su voz, pues era cantante, aunque otros más allegados lo apodaban Mercurio, pues era fan del velocista mutante de los X-Men®, por parte de padre.
Esta particular pareja, que se ganaba así la vida, uno escribiendo y otro cantando lo que el primero escribía, se preguntaba cómo podía disfrutar de tanto éxito, pues Fran no cogía el boli si no estaba piripi, de ahí su sobrenombre “Qué beodo”, pues era lo que todo el mundo repetía cuando pasaba por su lado y le veían los ojillos inyectados en sangre, tras sus redondas lentes, y sus narices coloradas. Aun así, nunca les faltaba para comer, beber y dormir.
Estaban un día en una taberna, bebiendo y componiendo (pues, como solía decir Fede, “el espectáculo debe continuar”), cuando entraron por la puerta un anciano clérigo y dos chicos hambrientos, a todas luces sus maltratados pupilos, discutiendo sobre quién debía pasar la siguiente eliminatoria de la Champions. Tal era el escándalo que tenían montado, que pronto se les unió el resto de los parroquianos, muy aficionados ellos, e instaron al dueño del local a sintonizar la televisión, a la espera del comienzo del partido.
Sin perder de vista a los chiquillos, Fran, que en aquellas lides tenía bastante letra, se fijó cómo, cuando el aparato se encendió y toda la atención se centraba en él, los escuálidos mozos comenzaron a deslizarse entre la muchedumbre y vio, además, cómo de manera pícara, daban rienda suelta a su, al parecer, instinto para el latrocinio. A tal extremo habían de llegar para conseguir llevar a la boca el chusco de pan que el clérigo les negaba.
- ¡Fíjate en esos dos pícaros, Fede, unos buscones! – dijo Fran.
Y, viendo que su compañero ya estaba observando a los adolescentes…
- Oh, veo que ya lo estabas haciendo. – Añadió. – ¡Menudo vicio tienes, artista!
De vuelta a sus quehaceres, permanecieron absortos en sus creaciones, únicamente sobresaltándose cuando, al parecer, un jugador de uno de los equipos le arrancó la cabeza a otro de un zarpazo y el árbitro no lo penalizó con la muerte, tal y como reflejaba el reglamento de aquel extraño juego, sintiendo la indignación de parte de los lugareños mientras, de fondo, las risas cómplices del resto enfurecían aún más a los primeros.
- Lo de ese deporte es algún tipo de magia. Esa gente pierde la cabeza, con la tontería de que sólo puede ganar uno. – Comentó Fede. – Ni que fuesen inmortales.
Lo cierto es que las horas de ese día fueron pasando inexorablemente, durante y después de la retransmisión, sin nada más que fuera reseñable. En realidad, las de ese día y las de cualquier otro, pues en aquel entonces la tasa de paro había alcanzado cotas tan altas que tampoco es que hubiera mucho que hacer a diario, ni sucedía nada en particular, salvo alguna revuelta multitudinaria esporádica, por aquí y por allá que, sistemáticamente, era repelida por cyborgs ninjas del futuro que habían sido contratados por el nigromante que ocupaba en el Trono de Aluminio, tan vago él que no levantaba a los muertos, ni a nada. Ni siquiera para barrer el palacio y sacar brillo a los cromados de los reposabrazos, que ya se veían deslucidos.
Y, así, en cada continente contenido dentro del ortoedro mundial, se disfrutaba de una paz global que aún duraría unos cuantos años más, durante los cuales no pasaría nada que fuese digno de mención o que llamase mucho la atención.
En cuanto a los dos protagonistas de este absurdo relato, como se ha dicho al principio del mismo, pues ni idea, nadie sabe en realidad que sucedió con ellos. Lo único, que unos diez años más tarde de la escena que he mencionado, sus caminos se separaron por caprichos del destino, terminando Fran "Qué beodo" siendo un consagrado espadachín, compinche de unos macarras que tenía por amigos y, Fede "Mercurio", un trovador al servicio de la Reina Bohemia.
Por lo demás, pues nada, lo de siempre, alguien se terminó pasando el Cinturón Fraternal de la Amistad Duradera por el forro de los cojones, se armó un follón de agárrate y no te menees y lo normal, guerra por aquí, guerra por allá… y toda la población mundial al carajo. Y, por si fuera poco, invasión alienígena en la confusión. Vamos, que cuando todo va mal, siempre puede ir a peor.
Una pena, la verdad… Una pena.