Al principio
de los tiempos que sean, había un muchacho que pasaba de todo bastante. Aunque
parezca increíble, en aquella época todavía no había ordenadores ni teléfonos
móviles, con lo que la juventud estaba muy desorientada, sin saber qué hacer
con su vida, lo cual era motivo de desasosiego y congoja.
Llamábase el
zagal Samsunj, y había nacido en el seno de una familia humilde, de plebeyos
sin pretensiones (diferente hubiera sido hoy en día, que serían lo mismo, pero
viviendo por encima de sus posibilidades).
Samsunj era
del tipo vago, lo que por aquel entonces era normal. Los jóvenes eran, en
general, holgazanes. No arrimaban el hombro en el campo y todo lo tenían que
hacer los padres, no ayudaban en casa y todo lo tenían que hacer las madres
(sí, en aquella época aún estaban así divididos los quehaceres, no como ahora
que es todo igualdad y hay los mismos privilegios y remuneraciones para todos.
Un momento, acabo de leer que no, que aún no hemos llegado a eso. Bueno, a
veces ver el pasado, el presente que ya es pasado y el futuro, conlleva ciertos
lapsus). Y no ayudaban en nada, en general. Tan sólo querían y querían, pedían
y pedían.
Se pasaban la
vida en manada con sus amigotes, hablando de los últimos modelos de cuádrigas y
soñando con tener una para poder tunearla y llevar a las chicas a ver las
puestas de sol. Bueno, para hacer cosas de papás y mamás que viven en el
pecado, dependiendo de quién sea el interlocutor en cada momento.
El caso es
que, por entonces, se llevaba mucho el pelo largo, infinitas melenas al viento
o recogidas con una cinta de cuero en la frente, y ello para regocijo de las
muchachas, que veían en esa moda un cómodo asidero a la hora de montar en los
vehículos de tiro. Sí, también les gustaba estéticamente, pero ellas eran más
prácticas antes que ahora.
Samsunj tenía
una novia (reconocida) que se llamaba Camila, la cual basaba su vida en
abroncar la actitud pasiva de su novio, aunque lo decía con la boca pequeña,
pues ella misma no era un buen ejemplo para nada. Era bien parecida, así que
con eso le bastaba (detalle histórico que da pie a pensar que, efectivamente,
estamos tratando un tema de una época antiquísima, pues hoy en día esto no es
así).
En aras de la
concordia (para que no le diera la vara, vamos), Samsunj se apuntó una vez a un
gimnasio y aprovechó para ponerse cachas, hasta el punto de ser objeto de deseo
y envidia por igual entre sus amistades, pero con lo que más disfrutaba era
quedando con los amigotes para ir al claro del bosque a beber, donde cada uno
llevaba sus ánforas de vino y pinchaban espitas en los toneles de cerveza, que
recorrían sus gaznates hasta caer inconscientes, lo cual era un problema,
porque llenaban las túnicas de verdín y no había manera de quitarlo sin rascar
en el río y debilitar el tejido (en aquella época, aún iban por el KH-2 y no
era tan eficaz como ahora). No solían tener resacas porque forraban, mientras,
con el ancestral chóped, presente ya entonces.
Pues diose la
casualidad que, un día, le dijo Camila que su padre había llegado por la
chabola con una oferta de trabajo irrechazable, y viose el bueno de Samsunj en
la tesitura de tener que aceptarlo o rechazarlo. Por un lado, unas monedas le
venían bien para sus proyectos y, por el otro, estaban su vagancia y también el
tener que cortar el pelo por culpa de la nueva normativa vigente de seguridad y
riesgos laborales, que recomendaba encarecidamente llevarlo rapado o, como
mucho, con una redecilla de tripa de venado, un tanto grasiento y sin poder
escoger color.
Tras
pensárselo mucho, terminó aceptando el puesto (no me dijeron de qué era, así
que no lo puedo mencionar) y aquello fue la causa de la declive de Samsunj. No
económicamente, por supuesto, pero sí que fue el detonante para dejar de ir al
gimnasio, hecho por el cual perdió su hercúlea fuerza y echó tripita. Y la
serpiente que era Camila terminó abandonándolo por un joven llamado Maximino,
que estudiaba para gladiador.
Pero no
termina la historia aquí, sino que, años más tarde, ya bastante fondón, dejó
Samsunj el curro y dejose crecer de nuevo el pelo, volviendo al gimnasio con un
gesto de determinación que haría tumbar las columnas de cualquier templo y
terminó liándose con la hermana pequeña de Dalila, que acababa de cumplir la
mayoría de edad y estaba de buen ver, no como la mayor, que se había dejado
mucho.
Después de
mucho pensar, ya sé a qué venía todo esto. Tenía que hablar del pelo, de la
alopecia y tal… Bueno, pues a ello. Dejémonos de introducciones estúpidas.
El pelo, del
latín pelae/pelum, del barriobajero greña y del orco gronf-grrr, se compone de
varias partes: raíz, la parte larga y la punta, que se diferencian muy bien
porque no se parecen en nada (una no se ve, otra sí y, la tercera, se termina
bruscamente, a diferentes medidas).
Se cree que
el pelo pudo haber aparecido hace lo menos unos ciento y pico de años, en el
Pleistoceno del Siglo XIX (para alguien de la ESO, veinte años atrás ya es
Historia Antigua), dado que se han encontrado restos en platos resecos,
presumiblemente de sopa, hallados en una cocina de un piso de estudiantes. De
la época, se entiende. Ahora esta situación sería inconcebible, con lo bien
educados que están.
Como utilidad
principal, está la de evitar que se queme la cabeza los días de sol, así como
la de hacer de soporte para las coletas o que se te meta por la cara los días
de mucho viento, de ahí la creencia de que esté un poco sobrevalorado.
Al igual que
las posesiones familiares, el pelo se hereda, unas veces sí y otras veces no,
dependiendo de cuántos hermanos haya metidos en la disputa.
A priori, el
principal motivo para su pérdida suele ser el olvido, puesto que, con tanto
estrés (otro motivo o, en este caso, sub-motivo), nunca sabemos dónde dejamos
las cosas: que si el móvil, que si el otro móvil, que si el tablet, que si la cartera,
que si las llaves de casa, que si las llaves del coche, que si acaba de pasar
una muchacha y te das la vuelta, pero el karma te proporciona un tirón en el
cuello, pero qué guapa era la tía y ya no me acuerdo en qué estaba pensando…
Sobre la
limpieza, pues bueno, lo de siempre: hay cierto tipo de infraseres que
consideran el lavar el pelo como algo para lo que no han estudiado lo
suficiente y tienden a infravalorarlo, con lo que, al cabo de no mucho tiempo,
las ralas aparecen dicharacheras y joviales, allover de la cabeza. Suelen ser
los mismos que de pequeños no tuvieron productos de Mediterráneo, juguetes para
compartir, tales como el Cheminova o el Quimicefa, de la competencia. Entonces
se dedican, ya de mayores, a experimentar con las partes que consideran
sobrantes de su cuerpo o que se prestan a ello.
En general,
la gente nerviosa suele ser bastante propensa a morderse/comerse las uñas, pero
también no es menos cierto que su pelo es mucho más débil, con lo que,
probablemente, sea un indicio para suponer que no le durará mucho en su sitio.
Esto es una putada, ya que, bien sea por manía o porque la persona sea así,
pensar que el destino de su cabellera es la caída no es nada descabellado.
Luego están
los humanos, por un lado, incapaces de tener el pelo ondulando al antojo de los
vientos y emplean espumas y gominas (cortáoslo, mangurrianes: si me molesta una
espinilla me la reviento, si os molesta el pelo os lo cortáis) y, por otro, las
víctimas de la moda, que emplean todo tipo de productos destinados a evitar que
puedan pasar inadvertidos. Para estos últimos, cruzo hasta los dedos de los
pies para que, no sólo se queden calvos, sino que les salgan verrugas, manchas
y aliens, de manera puedan seguir siendo el punto de mira del resto de la
humanidad.
Y no sé qué
más, lo cierto es que mola tener grupos de amigos en los que haya de todo, así
puedes hacer la típica y rancia foto del melenudo que se pone de espaldas al
calvo y le pasa las greñas por encima. Artísticas y desternillantes, de toda la
vida.
¡Ah, sí,
joder! Los tontos de la gorra y la moda de los sombreritos. Siempre han habido
personas que han usado gorra (lo siento, pero es gente muy propensa a perder el
pelo por tenerlo sin airear apenas, unido al calor que da la gorra) y que para
ellos es un signo de identidad, lo cual es muy respetable, pero de un tiempo a
esta parte, este complemento se ha empleado de manera muy generalizada para
hacerse notar, al estilo de los de las espumas, gominas, etc. Colores
chillones, logotipos de marcas de moda… Son los llamados tontos de la gorra, a
quienes dan ganas de lisiar a base de golpes con un folio de papel de cebolla.
Y luego
están, por último, los portadores de los sombreros. Que digo yo que mi abuelo
lo llevaba de paja cuando hacía sol, y que, en ciertas circunstancias, parece
un complemento con cierto glamour en una fiesta de trajeados en plan película,
pero que, pinchando un poco quien sea el que maneja los hilos de la moda, hasta
el más tonto los usa, y me vienen a la cabeza ejemplos que prefiero que huyan
de ella, bajo amenaza de auto infligirme serios daños contra la esquina de la
mesa.
Lo que nunca
entendí fueron expresiones del tipo: “tomar el pelo”. No sé, me parece
ridícula. ¿Quién traga el pelo, salvo los gatos que, de hecho, luego lo vomitan?
O “por los pelos”. ¿Por los pelos de quién? ¿Dónde está el baremo?
Porque
pelársela ya es otra cosa. No le veo sentido a la expresión, porque es un:
“ahora sí, ahora no”, pero sí al hecho en sí, que da un gustirrinín…
Conclusión: (Del lat. conclusĭo, -ōnis, y
este trad. del gr. ἐπίλογος).
Pues eso.