A
veces hay temas en los que resulta difícil no caer en tópicos a la hora
de abordarlos, pero también es bien cierto que, a veces, hay temas en
los que la única manera de hablar de ellos es, precisamente, con
tópicos.
Sea como sea, a estas alturas, cualquiera sabe que, de una manera u otra, me gusta dejar mi propia huella en el cemento fresco de las obras callejeras de la vida (de esas que, cuando vas por la calle y las ves, piensas: “¿Quién sería el gilipollas que metió el pie ahí? ¿Lo haría a propósito o sin darse cuenta?”).
Pues bien, resulta que creo que hay vida en el más acá. A nadie le resulta extraño mirar hacia atrás y recordar otros tiempos en los que siempre se tenían grupos más o menos fijos de amistades. Todo se hacía entre unos colegas que, según iba pasando el tiempo, veíamos cómo se desvanecían como por arte de magia, por unas u otras razones contra las que, al principio, despotricabas con impotencia, y que más adelante asimilabas y comprendías y a las que, al final, te resignabas. Ley de vida, dicen algunos. Y cosas así. Tópicos de esos, vamos.
Lo cierto es que, a partir de cierta edad, no es muy fácil hacer nuevas amistades, porque mucha gente tiene la vida ya hecha, más o menos, con sus familias, sus historias, sus trabajos y, por tanto, resulta complicado darte de bruces con gente de tus características. Y ya no digamos gente con la que, además de cumplir esto, te puedas llevar bien.
Pues así debe de pasarle a todo el mundo, ciertamente, hasta que encuentra un hueco libre en un parking y lo coge. En mi caso, sucedió en cuanto entré de cabeza en el mundo de las motos. Debo reconocer que tengo bastante mano, o suerte, para encontrar aparcamiento. Nunca me ha faltado sitio en cualquier grupo de colegas, pero con la moto fue sumamente exagerado. Fue como si, al comprarla, en el precio viniera la gente ya incluida.
Como digo, en cualquier ámbito puedes encontrar gente afín, bien sea por el trabajo, por alguna afición, por los estudios, por deporte, por un estilo de vida… En cualquiera. Y es una pasada. Vienes a pensar: “guay, aquí encajo. Ahora, a disfrutar”.
Lo sorprendente es ver cómo, entre un montón enorme de gente tan dispar como peculiar, de una franja de edad realmente amplia, que más que franja parece un latifundio sin terrateniente, en el que cada uno tiene sus historias, su profesión, sus aficiones, sus problemas, su ideología y su filosofía de vida… algo tan, a priori, secundario, como el gusto por las dos ruedas, sirva de un nexo casi tan fuerte como el de una familia, tratando esto último bastante a la ligera.
Después de todo, se trata de eso, de sentirse a gusto dentro de un grupo de gente, sin ninguna otra obligación que no sea pasarlo bien y disfrutar juntos, cuando se quiere, del tiempo libre, de una larguísima conversación, de un concierto, de un vermú, de una comida… ¡Joder, hasta para hacer alguna chapuza!
Resulta hasta gracioso ver que ni siquiera coincide siempre la misma gente, puesto que cada uno tiene su vida y sus movidas, y nada de eso desvirtúa el conjunto: unas veces pueden quedar unos, otras veces pueden otros, las mayor parte del tiempo pueden muchos… pero nunca sucede que, al final del día, del evento, del fin de semana, de lo que sea, alguien se marche para casa diciendo: “pse, pues no estuvo tan guay”. Siempre hay ganas de la siguiente.
Y cojonudo es que la mayor parte de las quedadas reúne una buena cantidad de motos y de gente. Raro es hacer algo y que haya menos de cuatro o cinco burras metiendo ruido por la carretera. Para muestra, un botón. La última vez que nos hemos juntado, con motivo del festival Rockin Gijón Weekender, hemos estado conviviendo diez motos y cinco coches, con momentos puntuales de cinco motos más, saliendo todo perfecto (incluidas las resacas, que fueron la hostia de graciosas). Como siempre, se echa en falta al resto de la tropa pero, como es obvio, no todo el mundo puede hacer de todo y a todas horas.
Y por eso pienso en la grandeza de este mundillo. Me cuesta muchísimo ponerle palabras que no estén muy sobadas, lo cual es ya bastante significativo.
Caso a parte, y que no mencioné, aunque no por menos importante o llamativo, sino por no extenderme mucho en la entrada, son los eventos o las quedadas que organizan otros compañeros de las dos ruedas, en los que la tónica es la misma que en grupos de gente más pequeños, pero esta vez a lo grande. Ver en la carretera (y ya no digo formar parte, que es increíble) una caravana de veinte, treinta, cuarenta… de tropecientas motos en formación es un espectáculo tan vistoso y alucinante que debería ser obligatorio vivirlo.
Participar en unas jornadas festivas y, a veces, también solidarias, en las que el buen rollo es el denominador común, supera las expectativas del más exigente, y no quiero ya imaginar lo que le aporta a quienes las organizan, tras todo el esfuerzo que supone coordinar a tanta gente y conseguir que todo salga bien.
Incluso cabe también mencionar, cómo no, a toda las amistades que haces en el camino, como es toda esa gente en cuyos locales pasas el tiempo y que no dejan de sorprenderte cada día, o esos parroquianos que, lejos de verte como a un macarra o como a alguien inaccesible, interactúan contigo y ven que son como tú.
Por todo esto, y por tantísimas cosas más que me puedo dejar por el camino, recomendaría a cualquiera acercarse a este mundillo en el que todos tienen cabida, sin importar nada, salvo las ganas de disfrutar del tiempo libre en compañía y de olvidarse, durante unas horas, de todo lo demás.
Seguramente me deje algo, para variar, porque todo es mucho y mi cabeza no da más que pelos retorcidamente tiesos pero, como todo, nada es finito, y puede ampliarse más adelante, si se me olvida algo y más tarde se me ocurre o alguien me lo recuerda.
Birras para todos… ¡y V’s!
Sea como sea, a estas alturas, cualquiera sabe que, de una manera u otra, me gusta dejar mi propia huella en el cemento fresco de las obras callejeras de la vida (de esas que, cuando vas por la calle y las ves, piensas: “¿Quién sería el gilipollas que metió el pie ahí? ¿Lo haría a propósito o sin darse cuenta?”).
Pues bien, resulta que creo que hay vida en el más acá. A nadie le resulta extraño mirar hacia atrás y recordar otros tiempos en los que siempre se tenían grupos más o menos fijos de amistades. Todo se hacía entre unos colegas que, según iba pasando el tiempo, veíamos cómo se desvanecían como por arte de magia, por unas u otras razones contra las que, al principio, despotricabas con impotencia, y que más adelante asimilabas y comprendías y a las que, al final, te resignabas. Ley de vida, dicen algunos. Y cosas así. Tópicos de esos, vamos.
Lo cierto es que, a partir de cierta edad, no es muy fácil hacer nuevas amistades, porque mucha gente tiene la vida ya hecha, más o menos, con sus familias, sus historias, sus trabajos y, por tanto, resulta complicado darte de bruces con gente de tus características. Y ya no digamos gente con la que, además de cumplir esto, te puedas llevar bien.
Pues así debe de pasarle a todo el mundo, ciertamente, hasta que encuentra un hueco libre en un parking y lo coge. En mi caso, sucedió en cuanto entré de cabeza en el mundo de las motos. Debo reconocer que tengo bastante mano, o suerte, para encontrar aparcamiento. Nunca me ha faltado sitio en cualquier grupo de colegas, pero con la moto fue sumamente exagerado. Fue como si, al comprarla, en el precio viniera la gente ya incluida.
Como digo, en cualquier ámbito puedes encontrar gente afín, bien sea por el trabajo, por alguna afición, por los estudios, por deporte, por un estilo de vida… En cualquiera. Y es una pasada. Vienes a pensar: “guay, aquí encajo. Ahora, a disfrutar”.
Lo sorprendente es ver cómo, entre un montón enorme de gente tan dispar como peculiar, de una franja de edad realmente amplia, que más que franja parece un latifundio sin terrateniente, en el que cada uno tiene sus historias, su profesión, sus aficiones, sus problemas, su ideología y su filosofía de vida… algo tan, a priori, secundario, como el gusto por las dos ruedas, sirva de un nexo casi tan fuerte como el de una familia, tratando esto último bastante a la ligera.
Después de todo, se trata de eso, de sentirse a gusto dentro de un grupo de gente, sin ninguna otra obligación que no sea pasarlo bien y disfrutar juntos, cuando se quiere, del tiempo libre, de una larguísima conversación, de un concierto, de un vermú, de una comida… ¡Joder, hasta para hacer alguna chapuza!
Resulta hasta gracioso ver que ni siquiera coincide siempre la misma gente, puesto que cada uno tiene su vida y sus movidas, y nada de eso desvirtúa el conjunto: unas veces pueden quedar unos, otras veces pueden otros, las mayor parte del tiempo pueden muchos… pero nunca sucede que, al final del día, del evento, del fin de semana, de lo que sea, alguien se marche para casa diciendo: “pse, pues no estuvo tan guay”. Siempre hay ganas de la siguiente.
Y cojonudo es que la mayor parte de las quedadas reúne una buena cantidad de motos y de gente. Raro es hacer algo y que haya menos de cuatro o cinco burras metiendo ruido por la carretera. Para muestra, un botón. La última vez que nos hemos juntado, con motivo del festival Rockin Gijón Weekender, hemos estado conviviendo diez motos y cinco coches, con momentos puntuales de cinco motos más, saliendo todo perfecto (incluidas las resacas, que fueron la hostia de graciosas). Como siempre, se echa en falta al resto de la tropa pero, como es obvio, no todo el mundo puede hacer de todo y a todas horas.
Y por eso pienso en la grandeza de este mundillo. Me cuesta muchísimo ponerle palabras que no estén muy sobadas, lo cual es ya bastante significativo.
Caso a parte, y que no mencioné, aunque no por menos importante o llamativo, sino por no extenderme mucho en la entrada, son los eventos o las quedadas que organizan otros compañeros de las dos ruedas, en los que la tónica es la misma que en grupos de gente más pequeños, pero esta vez a lo grande. Ver en la carretera (y ya no digo formar parte, que es increíble) una caravana de veinte, treinta, cuarenta… de tropecientas motos en formación es un espectáculo tan vistoso y alucinante que debería ser obligatorio vivirlo.
Participar en unas jornadas festivas y, a veces, también solidarias, en las que el buen rollo es el denominador común, supera las expectativas del más exigente, y no quiero ya imaginar lo que le aporta a quienes las organizan, tras todo el esfuerzo que supone coordinar a tanta gente y conseguir que todo salga bien.
Incluso cabe también mencionar, cómo no, a toda las amistades que haces en el camino, como es toda esa gente en cuyos locales pasas el tiempo y que no dejan de sorprenderte cada día, o esos parroquianos que, lejos de verte como a un macarra o como a alguien inaccesible, interactúan contigo y ven que son como tú.
Por todo esto, y por tantísimas cosas más que me puedo dejar por el camino, recomendaría a cualquiera acercarse a este mundillo en el que todos tienen cabida, sin importar nada, salvo las ganas de disfrutar del tiempo libre en compañía y de olvidarse, durante unas horas, de todo lo demás.
Seguramente me deje algo, para variar, porque todo es mucho y mi cabeza no da más que pelos retorcidamente tiesos pero, como todo, nada es finito, y puede ampliarse más adelante, si se me olvida algo y más tarde se me ocurre o alguien me lo recuerda.
Birras para todos… ¡y V’s!