Había llegado agotada a casa al anochecer, tras una dura jornada de estudio, deporte y trabajo en la ciudad, y lo único que deseaba ahora era descansar. En cuanto cerró la puerta de la calle se descalzó y luego se dirigió al baño arrastrando los pies cansados. Abrió el grifo de agua caliente y se fue despojando con hastío de la ropa que había llevado puesta casi todo el día —arrojándola al suelo— mientras se llenaba la bañera.
Durante un rato largo estuvo metida entre espuma y agua, tratando de relajar sus músculos agarrotados, hasta que consideró que ya había tenido suficiente. En cuanto terminó, se acercó a la cocina sin preocuparse de recoger nada porque seguía con la mente dispersa y preparó sin mucha gana una cena ligera. Luego se fue directa para la cama, dispuesta a devorar un extraño libro que le había regalado una de sus amigas. Lo había empezado hacía tres noches y no veía la hora de reanudar su lectura, como si estuviera embrujada, pues era tal la intensidad de la narración que la había dejado embelesada tras las primeras páginas. Sólo necesitó alcanzar ese recuerdo para que la niebla de su cerebro se despejara.
Debía de ser cerca de la medianoche cuando la muchacha comenzó a leer. Aquel libro le ayudaba a evadirse de la monotonía diaria que suponía acudir a la misma hora a los mismos sitios, mismas tiendas, mismo trabajo... Sólo por eso ya merecía la pena estar ante aquellas hojas, aunque su lectura le resultara extenuante. Tanto era así que un rato más tarde ni siquiera se dio cuenta de que había empezado a sudar ni de que incluso su ritmo cardíaco había aumentado.
El reloj no detenía su viaje. Un violento golpe de la claraboya hizo que la muchacha regresara al mundo ahogando un grito y que permaneciera unos instantes con sus enormes ojos negros abiertos de par en par, dirigiendo su mirada hacia la ventana.
Fuera, enormes nubarrones que presagiaban tormenta surcaban el cielo a toda velocidad y su espesura impedía la entrada en la casa de la luz de una luna que observaba, impasible desde su posición, el paso del tiempo.
Tras unos instantes un tanto angustiosos consiguió recuperar el dominio de sí misma y se levantó de la cama para asegurar el cierre del tragaluz.
Las sábanas se deslizaron por sus esbeltas piernas con el movimiento y el débil fulgor de la bombilla permitió contemplar unas sugerentes braguitas bajo la amplia camiseta. Se dirigió hacia su objetivo haciendo crujir, con sus pies desnudos, la madera del piso superior de aquella casa centenaria que había heredado de su fallecida abuela.
Cuando llegó pudo observar cómo se sucedían los rayos, muy seguidos y fulminantes —pero aún lejanos— en su descenso hacia el valle. Aunque estaban a mitad del verano sintió que tenía frío, así que se apresuró a cerrar el ventanuco. En aquella parte de la habitación el haz de luz apenas servía para hacer retroceder a la oscuridad, lo que sumado al susto de hacía un momento, le hizo decidir que allí no se sentía muy tranquila, así que regresó rápido a la cama, al amparo del libro. Había algo en él que, aunque no lo sabía describir con palabras, la enganchaba irremediablemente. Así pues, se volvió a acomodar y, cuando estuvo preparada, retomó la lectura.
Al cabo de unos minutos, su imaginación volvió a desplegar por completo sus alas y alzó el vuelo. Podría asegurar que ella misma fuera la protagonista de aquella absorbente novela. Tanto era así que las venas de las manos resaltaban en su piel por la presión que sus dedos imprimían por momentos en las tapas del libro, y el calor —otro tipo de calor— se había apoderado del resto de su cuerpo, haciendo que también regresaran las sinuosas gotas de sudor. No obstante, se aferraba a la lectura como si su vida dependiera de ello. Estaba totalmente inmersa en la historia. ¡Vivía esa historia!
Y así fueron pasando las horas una tras otra, hasta que por fin el sueño hizo mella en su espíritu y apareció el primer bostezo. Intentó resistirse un rato más, pero su sentido común, aunque muy mermado, se impuso a sus deseos y terminó por cerrar el libro y dejarlo en la mesita. Ya tendría tiempo para seguir disfrutándolo la siguiente noche. Consultó el viejo reloj y se asombró de la hora: eran las seis y media. Una suerte que esa mañana no tuviera que madrugar, porque de lo contrario tan sólo le quedaría por delante apenas una hora antes de que la rutina regresara a su vida, implacable.
Recordó con una sonrisa en los labios a la amiga que le había regalado el libro y se sonrojó al pensar qué le diría ella si la viera en esos momentos, aún excitada y con las braguitas mojadas. Tras este pensamiento, cayó profundamente dormida.
Fuera, la tormenta había amainado y ya despuntaba el alba.