Lo que no sabía era que su vida fuese a resultar tan corta. Nadie se lo había explicado. En realidad, tal vez quiso el azar que nunca nadie hubiera tenido la delicadeza de tan siquiera intercambiar un par de palabras con ella. Se sentía sola, muy sola. Y ciertamente lo estaba, de no ser que —paradojas de la vida— la rodeasen constantemente otras muchas como ella, todas igual de amenazantes en su letal silencio, sin que ellas mismas lo supieran... aún. Quizás estuvieran hibernando. ¿Quién sabe? La cosa es que un día, sin más, alguien las movió de sitio sin consultarlo siquiera con ellas y se las llevaron lejos. Muy lejos. No obstante, la distancia era un concepto ajeno a su comprensión. ¿Qué importaba, entonces?
La separaron de sus compañeras. Fue
entonces cuando se dio cuenta de su inmenso poder, de su única y macabra
utilidad. Hasta ahora había tratado de averiguarlo, pero siempre había sido en
vano. Sucedió durante un instante, mientras surcaba el aire, justo antes de
cumplir su mortal cometido. Sin tiempo para asimilarlo, atravesó limpiamente
carne, hueso, cerebro, de nuevo hueso y otra vez carne, todo ello de la misma
persona, liberando tras de sí un torrente de líquido rojo, caliente, que huía
desbocado de aquel cuerpo ya sin vida a través de un limpio orificio, resultado
de su funesta incursión. Se sintió muy mal consigo misma. No obstante, ella
también sucumbiría en breves instantes, cuando terminase de rodar por el suelo
polvoriento. Eran tiempos de guerra.